Fiel a mi costumbre (o vicio, según se mire) de documentarme antes de visitar un nuevo destino, dejé gustosa que las “Rimas y Leyendas” de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta romántico por excelencia, volvieran a robarme unas cuantas horas de sueño.

Al fin y al cabo, mi primer viaje a Soria coincidía con la conmemoración de los 150 años de su fallecimiento, y me pareció la excusa perfecta para redescubrir su obra antes de pasear por alguno de los lugares que tanto le inspiraron.

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida, nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836. Huérfano de padre y madre desde niño, creció y vivió muy unido a su hermano Valeriano, y ambos adoptaron el apellido de sus antepasados paternos para firmar sus obras.

Tras unos años difíciles en Madrid, donde Bécquer sufriría un desengaño amoroso, viajan juntos por primera vez a Soria en 1859 para visitar a su tío Francisco, como recuerda una placa en la Plaza Manuel Benito Azaña.

En 1861, Gustavo Adolfo se casa con Casta Esteban y Navarro, natural de Torrubia de Soria y a quien conoce en la consulta de su padre, un médico que está tratando a Bécquer de una enfermedad venérea.

Este matrimonio y sus hijos pasa varias temporadas en Noviercas, pero la relación se rompe por una infidelidad de Casta y Bécquer se marcha a Toledo, aunque se reconciliarían poco antes de la muerte del poeta.

El caso es que esta ruptura también puso fin a los siete años de relación entre Bécquer y la provincia de Soria, convertida en escenario de algunas de sus leyendas más populares.

Bécquer sintió una la clara vocación literaria desde su juventud, llegando a convertirse en el mayor representante del romanticismo de nuestro país (aunque fuera un romántico tardío), y abrió el camino hacia la poesía moderna.

Sin embargo, más allá de la imagen de hombre soñador y enamoradizo y del aura bohemia que todavía envuelve su figura, el sevillano llegó a ser un respetado periodista de talante conservador que tuvo importantes contactos entre la clase política de la época.

Participó en la fundación de un periódico, redactó biografías de diputados, fue escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales (le despidieron por dibujar en horario laboral), adaptó obras de teatro e incluso tuvo un cargo bien remunerado como censor de novelas para el gobierno.

Suena poco romántico, ¿verdad?

Aunque nunca dejó de escribir, en vida apenas publicó 15 de sus 79 poemas, ya que al parecer siempre los estaba corrigiendo. Fueron sus amigos quienes, tras hacer una colecta para reunir el dinero necesario, publicaron sus Rimas en 1971, cumpliendo así uno de sus deseos.

Gracias a ellos se convirtió en inmortal y su realidad se desdibujó en favor de una fama que pervive en cada nueva generación de enamorados.

La relación de Bécquer con la provincia de Soria va más allá de lo personal, ya que en ella encontró inspiración para escribir varias de sus leyendas, como “Los ojos verdes”, situada en Almenar, “La corza blanca”, en Beratón o “La promesa”, en Gómara.

Precisamente en la capital se desarrollan dos de mis favoritas: “El Monte de las Ánimas”, que cuenta la trágica historia de Beatriz y Alonso, y “El rayo de luna”.

El Monte de las Ánimas es un paraje natural real situado a espaldas del antiguo Monasterio de San Juan de Duero. Está indicado con una señal en la carretera, a pocos metros del puente de piedra que cruza el río, y al levantar la mirada es inevitable sentir un escalofrío al recordar el final de la noche de terror narrada por Bécquer.

“La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.”

“¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas…¡Las Ánimas!…”

“Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos.”

(Fragmentos de «El Monte de las Ánimas»,1861)

Mucho menos terrorífica, aunque con un aire fantástico propio del romanticismo, «El Rayo de Luna» está protagonizada por un solitario Manrique que recorre Soria y sus alrededores en pos de un imposible.

A medio camino entre los arcos del monasterio y la Ermita de San Santurio, en la orilla izquierda del Duero, encontramos el Convento de San Polo. Fue construido por la orden del Temple, y aunque hoy sólo se conserva la iglesia, su imagen sigue avivando la imaginación de quien los observa.

“Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.”

“Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio.”

“Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas”

(Fragmentos de «El rayo de luna»,1862)

Bécquer podría haber muerto de amor, o de desamor, que duele más. Incluso de tuberculosis, que era la dolencia romántica por excelencia, pero cogió frío volviendo a casa en un ómnibus y murió de bronquitis unos días después.

Tenía 34 años y aquel 22 de diciembre de 1870 hubo un eclipse de sol.

¿Casualidad o poesía?